Psicosis

«Estoy vencido porque el mundo me hizo así
no puedo cambiar.
Soy el remedio sin receta y tu amor: Mi enfermedad
estoy vencido porque el cuerpo de los dos es mi debilidad.
Esta vez el dolor va a terminar.»  – Mi enfermedad, Los Rodriguez

Connie apareció en la puerta de casa ayer a las 6 de la mañana.

Lloraba desconsoladamente, agitando los hombros y hundiendo la cara en la palma de sus manos.

-«¡Nena!, ¡¿Qué te pasa?! ¿Por qué llorás?, dije, intuyendo la respuesta.

-«Fra-Fran-Franciscooo» – balbuceó.

-«Claro» – asentí, abriéndole las puertas del Dpto.

Yo no había dormido bien y era obvio que iba a necesitar toda la lucidez posible, así es que la dejé lloriqueando al lado de Juan, que estaba aburrido mirando La Era del Hielo 3 en la compu y nos preparé 2 cafés bien calientes y dos tazas de chocolate caliente con malvaviscos (suizos, traídos por Gran Cadena de Supermercados) para cada una.

Luego de depositar los 4 brebajes en la mesa la miré bien.

Tenía los ojos rojos e hinchados. Inferí que era por tanto llorar.

-«Hace 2 días estábamos cenando hasta que se levantó, se fue de casa y hasta hoy no me llama.» – retomó el llanto. «Estoy destruida. No duermo.»

Debo decir inmediatamente pensé que la aclaración acerca de la no existencia del sueño en mi amiga no era necesaria: Connie tenía los ojos irritados, nariz roja, estaba pálida como la nieve y su blancura contrastaba con su vestimenta colorida (jogging rosa, medias de lana violetas, bufanda y sweater a rallas multicolor. … Parecía una versión deslucida de Barbie Montaña)

-«¿Qué pasó?»

-«Era EL tipo, Vera, EL tipo… » – se lamentó, frunciendo los ojos ante el rayo de luz matinal que daba sobre la mesa del living. «Y todo iba tan bien…», Sostuvo.

Y, sin más, me relató con pelos y señales la última noche que habían pasado juntos.

En la medida en la que iba escuchando el final de la historia, mis pupilas se iban dilatando en proporción a como crecían y se iban proliferando los peores sentimientos de bronca, angustia, odio en mi corazón contra este espécimen que tanto daño le hace con su existencia a la raza masculina.

Cuando Connie terminó el relato me di cuenta que tenía los puños cerrados, apretados con fuerza. Estaba enojada. Escuchar lo que le había sucedido a ella me hacía llenar de veneno.

-«Que hipocondríaco Hijo de Perra» – mi voz se elevó por encima de la habitual para un domingo a la mañana. «Que basura de persona. Que maniático infantil. Que ser desagradable. Que infeliz» – seguí despotricando hasta que me quedé sin aire.

Connie me miro y sonrió por primera vez en el día, agradeciéndome por la empatizar con sus sentimientos.

-«Si no hubiese sido tan freak con este tema, hubiese sido perfecto: Profesional, divertido, inteligentemente cínico, trabajador, canchero, buenmozo.. » – enumeró mi amiga.

-«Pero Con, sweetie, no fue puntualmente hoy el tema…, no lo justifiques. Digamos que Francisco no es no es víctima solamente de la paranoia social de estos últimos días»

Connie coincidió, recordando:

-«Es verdad. Este no es el primer episodio…Cuando el mes pasado tenía esa llaga en la boca no me besó, por miedo al contagio. Después no aprobó mi método de lavado de lechuga por pensar que cualquiera que no pasara mínimamente 2 minutos con cada hoja bajo el chorro de agua estaría arriesgando la salud de los otros comensales.»

Yo agregué:

-» Y acordate la primera noche que pasó en tu casa, que te preguntó acerca de los productos que usabas para limpiarla. Quiso saber hasta la marca de la lavandina que usa la señora que trabaja en tu casa…. ¿Y qué me decís de esa manía que tiene de limpiar los cubiertos en restós, casas de amigos e incluso en la casa de tu mamá, cuando fue la primera vez?»

«Pero irse así ya fue mucho.» – Terminé de decir con vehemencia.

Pero ambas lo sabíamos: era irrevocable: Francisco no volvería más.

Porque Connie había cometido el peor de los pecados.

Algo que un hipocondríaco no puede tolerar:

En esta semana de paranoia social, ella había empezado con algunos síntomas de gripe durante la cena del viernes (unas líneas de fiebre, un poco de tos…, nada terrible)

Pero esta carraspera de mi amiga había desatado la preocupación y el miedo de Francisco.

La convicción, la certeza de que ella sufría la enfermedad pandémica.

La había convertido en embajadora del Apocalipsis.

La interpretación catastrófica de los signos corporales de Connie lo habían precipitado a huir inmediatamente hacia la oscura noche.

Convencido de que porta el virus H1N1, Francisco no sale de su casa.

Mandó a comprar el medicamento a Montevideo, se despidió de sus amigos y está redactando su testamento.

A Con no le deja nada, obvio.